Si algo no se le puede negar a Israel es su
singularidad entre todas las naciones del mundo. Singular por su nacimiento y
por su propia existencia diaria, por su voluntad de ser un país democrático en
medio de una zona regida por fanatismos, por verse obligado a alimentar su
propia paranoia, porque nadie ha sido condenado como él a vivir bajo una
amenaza continua, con dudas permanentes sobre su futuro, y a tener que
sacudirse cada día la sombra de un complejo de culpabilidad. Forzado a vivir
con la incomprensión de las apoltronadas democracias europeas y de su
autodictada corrección política. Un país que la palabra crítica de David
Grossman ha definido desde dentro: "Esa tierra torturada, víctima de una
sobredosis de historia, de un exceso de emociones humanamente incontenibles, de
un exceso desmesurado de acontecimientos y tragedias, de ansiedad y de
contención paralizante, de memoria, de falsas esperanzas, de un destino único
entre las naciones; un lugar que a veces parece un relato de dimensiones
míticas, un relato tan imponente que llega a deteriorar su relación con la vida
misma y con nuestras posibilidades, las de los israelíes, de poder llevar
alguna vez una vida normal y corriente, ser un estado como los otros, una
nación entre las naciones."
Este país, ubicado en un rincón de mil
disputas, del que se ha dicho que tiene demasiada historia para tan poca
geografía, es también el de los mil equilibrios. Equilibrio entre su situación
en el Oriente Medio y su identidad claramente occidental, entre su condición
laica y su fundamento religioso, entre las mentalidades germánica, latina y
eslava de quienes lo conformaron, y entre la tradición y la modernidad. Un
ejemplo: normalmente se usa el calendario cristiano, pero la ley obliga a usar
los dos en los documentos oficiales.
"¿Qué tiene esa tierra vieja, seca y
ajada, que todos se enamoran de ella como si hubiesen perdido la razón?",
se preguntaba un personaje europeo de un relato de Amos Oz ambientado en 1948,
y le responde un árabe: "De donde es difícil entrar es difícil
salir". Y un judío: "Eretz Israel está llena de símbolos sencillos.
No sólo el Jordán y el mar Muerto; hasta la bilharzia
(una enfermedad parasitaria) adquiere aquí una dimensión simbólica".
Hoy es aún más vieja, pero no está ajada ni
seca ni hay ya bilharzia. En cambio
permanecen los símbolos, los mismos que han sostenido su pervivencia espiritual
a lo largo de los siglos fuera de su espacio físico. Ningún otro pueblo tiene
las páginas de su pensamiento tan rebosantes de melancolía y añoranza como el
judío. "Deshonrados y humillados en el exilio, debemos escuchar en
silencio a aquellos que dicen: Todo pueblo tiene un propio reino y sólo a
vosotros os falta incluso la sombra de uno sobre la Tierra", escribía
Chasdai, un erudito cordobés del siglo X. Ahora que lo tienen, han demostrado
que están dispuestos a defenderlo, y a qué precio.